lunes, 18 de mayo de 2015

vivir con agua, vivir sin agua

Mabilioni es una aldea sin agua. Ni para beber, ni para lavarse, ni para cocinar. Si existiera una divinidad creadora de pueblos que los fuera dispersando por el planeta Tierra, cualquiera diría que Mabilioni se le cayó de la bolsa en un descuido para ir a parar a una inhóspita esquina de Same, uno de los distritos del noreste de Tanzania. Y ahí quedó, en medio de un olvidado secarral por donde ni carretera ni vehículo alguno pasa, y apenas acompañado por cuatro acacias sedientas y unas cuantas cabras y gallinas encerradas en un precario redil. Su población aún pertenece a ese 47% de tanzanos que no dispone de acceso seguro a este recurso —36% en el distrito— en un país donde la vida de por sí no es fácil: Tanzania está situada en el puesto 159 de 187 en el Índice de Desarrollo Humano.
Zakati Zuhindi, Farida Rashili y Eliza Msange son vecinas de Mabilioni, que cuenta con 3.130 habitantes repartidos en 415 hogares. Son tres duras tanzanas que ejercen al tiempo de guardianas del hogar y la familia, de trabajadoras feroces y de representantes de su comunidad. Sobre ellas recae la responsabilidad de que los suyos no se mueran de sed, de que haya agua para cocinar o de que la ropa de todos esté limpia. El caudaloso río Pangani, a un kilómetro de esta aldea, es la solución más cercana a sus problemas de abastecimiento y se ha convertido en su grifo, ducha y lavadora. "Tardo una hora en ir y volver con un cubo de unos 20 litros", explica Eliza Msange, que realiza ese trayecto unas tres veces al día y reconoce que esa cantidad no le alcanza. No es para menos: según la Organización Mundial de la Salud (OMS), cada persona necesita entre 50 y 100 litros al día para cubrir las necesidades básicas y evitar amenazas para su salud. La familia de Eliza, de cuatro miembros, está muy lejos de esos 200 litros que, como mínimo, les corresponden al ser un derecho explícitamente reconocido por la ONU
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